Limbert
se asomó al asiento del conductor desde la parte de atrás del
carromato. Llevaba toda la vida recorriendo caminos como aquel, pero
aún así estaba nervioso. La fama de aquella ruta en concreto era
especialmente atroz. Se hallaban en un camino de montaña que
serpenteaba por un valle. A su alrededor el terreno estaba cubierto
de matorrales espinosos, hierba seca y rocas de tamaño considerable
que habrían caído de lo alto de la montaña hacía siglos, supuso
el mercader.
-¿Como
vamos Jarrock? ¿Has visto algo raro?
El
corpulento cochero se giró en su asiento al frente del carromato y
negó con la cabeza. Tenía los bonachones rasgos de alguien que se
había criado en el campo y ha tenido la suerte de no haber conocido
la guerra ni pasado hambre. Su rostro, curtido por el sol a lo largo
de los muchos días que había pasado en el asiento del conductor,
estaba surcado por un millar de pequeñas arrugas.
-No
señor. La carretera no es la mejor del mundo, ya me entiende.
Completamente llena de baches. Por otra parte, es normal en pasos
de montaña como este. En cuanto a esos infames inhumanos... Bueno,
ni rastro de ellos por ahora. Que lo intenten si se atreven. En mi
opinión, esa panda de babeantes cerebros de mosquito no tienen
ninguna oportunidad. Esos hombres que ha contratado
– dijo,
señalando a la escolta de mercenarios a caballo que rodeaban los
carromatos – son de las mejores espadas que se pueden comprar con
dinero en el reino. Desde luego, mucho mejores que los soldados del
conde de estas tierras.
Jarrock
había estado con él casi desde el principio de su carrera como
mercader, y confiaba en él y en su juicio. Sin duda, razonó, veinte
hombres bien equipados eran más que suficientes para proteger tres
carromatos de cualquier asalto. Pero, de alguna forma, sus nervios
permanecieron en su interior, atenazando la boca de su estomago.
Tenia un mal presentimiento.
-Bueno,
date prisa. No quiero que se nos haga de noche aquí, ¿entendido?
-Por supuesto. Deberíamos llegar al otro lado del paso en un par de
horas, y aún nos quedan cinco de luz. - El conductor sacudió las
riendas para que los caballos aceleraran el paso. - Usted siéntese
ahí atrás y esté tranquilo. Si veo algún pielverde será el
primero en enterarse, palabra de honor.
Dicho
esto, escupió a un lado de la carretera y volvió a fijar la vista
al frente, dando por acabada la conversación. Limbert volvió al
interior del carromato, oculto del exterior por la lona. Allí,
contempló con ansiedad su preciada carga, cerciorándose de que todo
estuviera en orden. Cuando estuvo satisfecho, se sentó con la
espalda apoyada en uno de los arcones y empezó a imaginar lo que
haría con los beneficios del viaje. Eso consiguió calmarle un poco.
Nada mejor que imaginarse a uno mismo vestido con telas de la mejor
calidad y adornado con oro, disfrutando de una buena botella de vino.
A sus
cuarenta y seis años, Limbert había amasado una pequeña fortuna.
Había ampliado el negocio que le dejó su padre, una humilde empresa
con un carro, dos caballos de tiro y una pequeña oficina en Krigger.
En sus manos, lo que hasta entonces había sido una humilde compañía
familiar que se dedicaba al comercio de frutas, verduras, carne y
otros productos del campo, vendiéndolos en la ciudad, se convirtió
en una exitosa empresa que compraba y vendía metales y gemas por
todo el reino. Esto se debía a que esta nueva mercancía no se
deterioraba con el tiempo, por lo que podía transportarse mucho más
lejos. Y en lugares en los que la demanda era alta, se vendían por
varias veces más de lo que costaban en el lugar de origen.
Aquello
implicaba viajar mucho, claro. Pero no le importaba. Después de la
muerte de su padre, nada le ataba a su ciudad natal. Más bien al
contrario. Incluso ahora, que tenia quien llevara sus caravanas y
negociara por él, seguía ocupándose personalmente de algunos de
los viajes más importantes. Y aquel era el más importante que había
acometido su compañía desde que él tomó el mando. Un encargo para
la corona, nada más y nada menos. Solo de pensar en las
consecuencias si fallaba bastaba para ponerle la carne de gallina.
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Grarrak
se acercó a rastras al borde del barranco y asomó la cabeza. El
camino discurría más abajo, siguiendo la falda de la montaña. Un
grupo de tres carros se acercaba por él, protegidos por varios
jinetes. Estaban casi en la marca, un pino muerto que yacía caído
junto a la ruta. El goblin manoseó el cuerno que llevaba colgado al
cinto. Pero no, aun no era el momento. Aun no.
Mientras
esperaba, levantó la mirada hacia el cielo y entrecerró los ojos,
mirando el sol con rabia. Habría preferido luchar de noche, la luz
del día empezaba a hacerle daño en los ojos. Pero cuando uno de los
vigías había visto como los humanos entraban en el paso, la
responsabilidad del ataque había recaído sobre su tribu. Y una
molestia menor como la luz no le impediría cumplir con su parte.
Odiaba más a los humanos que a la luz, y muchos humanos iban a morir
aquel día. Satisfecho, se lamió los colmillos inferiores, que
sobresalían de su boca, y se acercó el cuerno a los labios. Hinchó
los pulmones. Sopló. Y cuando la grave nota resonó, haciendo eco en
las montañas cercanas, pareció que el cielo se desplomara sobre la
caravana de los humanos.
Los
góblins eran criaturas de poca altura y corpulencia, poco adecuados
para luchar cuerpo a cuerpo con enemigos acorazados o sin contar con
el factor sorpresa y superioridad numérica. Sus puntos fuertes eran
su agilidad y su habilidad para moverse sin ser vistos gracias al
color de su piel, que variaba entre los diferentes individuos en una
gama de verdes, grises y pardos que los confundía con el terreno. En
otras palabras, eran perfectos para tender emboscadas.
Medio
centenar de góblins tirando piedras desde las alturas podía parecer
primitivo, pero no había duda de que era efectivo. Y tenían
puntería. Primero fueron a por las ruedas de los carromatos,
dejándolos varados antes de que nadie pudiera reaccionar. Después
los proyectiles llovieron sobre los mercenarios. Algunos intentaron
cargar ladera arriba, pero los caballos no eran adecuados para
moverse en este terreno tan abrupto, y menos mientras caían piedras
como si fuera granizo. Muy pronto, los cascos y corazas quedaron
abollados, los escudos inservibles y muchos caballos muertos o con
las patas rotas. Los más inteligentes desmontaron al momento y
corrieron a cobijarse. De la veintena de hombres que Limbert había
contratado, menos de la mitad consiguió ponerse a cubierto detrás
de algunos peñascos que adornaban la cuesta.. Los demás estaban
tirados en el suelo, gritando de dolor por los numerosos huesos rotos
o silenciosos e inmóviles. En cuanto a los caballos, aquellos que
aún eran capaces salieron huyendo y se perdieron en la distáncia
Ahora, los supervivientes, dispersados, desorientados y a pie, no
podían moverse a menos que quisieran que una piedra les diera en la
cabeza.
Fue
entonces cuando Grarrak, acompañado por los cinco miembros de su
guardia personal, bajó dando un rodeo y, mientras sus congéneres
mantenían la presión sobre los mercenarios, se desplazó hasta los
carromatos. Rajaron las gargantas de todos los que encontraron en
ellos, tres conductores y una persona vestida con ropa de alta
calidad que intentó defenderse con una daga. Entonces, cayeron sobre
los mercenarios desde atrás. Acabaron con ellos uno a uno, metiendo
sus cuchillos por las ranuras de las armaduras.
Pero
el líder de los soldados de fortuna fue más rápido que sus
subordinados con la espada y mató a uno de los compañeros de
Grarrak. Furioso, el caudillo góblin se lanzó a la carrera contra
él. El humano lanzó un tajo horizontal contra el cuello de Grarrak,
pero este se dejó caer sobre sus rodillas y se deslizó por debajo
del golpe, hincando su cuchillo en la parte de atrás de la rodilla
de su adversario en el proceso. Entonces se lanzó sobre su espalda
con un chillido y logró que cayera de bruces contra el suelo. Le
despojó del casco mientras el humano forcejeaba. Pero Grarrak sabía
como hacer que parara. Así que, ni corto ni perezoso, le golpeó la
cara contra el suelo un par de veces y, cuando dejó de agitarse,
cerró los dientes alrededor de la oreja del mercenario y se la
arrancó de un bocado, para deleite de su tribu. Mientras masticaba,
remató a su adversario deslizando el cuchillo por su garganta.
Y así,
la escaramuza llegó a su fin. Los góblins se reunieron alrededor de
los carromatos. El caudillo dirigió a los demás mientras sacaban el
contenido de los carros y lo amontonaban a un lado del camino.
Candelabros, un par de arcones llenos de monedas, algunas piezas de
joyería y otras baratijas fueron cayendo al suelo junto a varias
cajas de mineral de hierro bajo la satisfecha mirada de Grarrak.
Aquel golpe mejoraría mucho su reputación y la de su clan. Lanzó
un grito para que los que registraban el ultimo carromato se dieran
prisa, después se giró hacia los que curioseaban en el montón del
botín y les señaló los cadáveres de los mercenarios. Las armas y
armaduras eran mas importantes para ellos que el oro y la plata.
Dejarlos allí ofendería al Sharn Galar.
-Maldición,
esto pesa. ¡Llévalo tú! Voy a buscar el otro.
-Si
vamos a llevar estos barriles ante el Sharn Galar deberíamos coger
alguna de las bestias de los humanos para que cargue con ellos.
Además, escuché a los Anillados decir que no saben nada mal. Seguro
que nos servirían de cena. Ven aquí, Grisga. Ayúdame a bajarlo. Y
ábrelo de una vez, a ver que hay dentro. Pesa más que el culo de
una orca de cría.
-Trae.
-Grisga cogió el barril y lo dejó en el suelo, casi cayéndose en
el proceso.- Joder tenias razón. Si no es algo bueno lo dejamos
aquí. Ya iremos lo bastante cargados como para llevar basura a
cuestas.
Dicho
esto, le dio un porrazo a la tapa con una piedra y apartó la madera
rota para ver el contenido. Mientras la pareja que estaba registrando
el carromato bajaron el otro barril y se sentaron en el suelo contra
él a descansar. Cuando los vio, Grarrark fue directo hacia ellos
para gritarles por hacer el vago, pero lo que Grisga sacó del barril
le distrajo por completo. El otro goblin sostenía un rubí del
tamaño de un puño en alto. Sonriendo, se giró hacia su líder y
dijo:
-¿Esto
es bueno verdad jefe?
Grarrark
soltó una risotada, le dio una palmada en la espalda y le respondió:
-Sí
cerebro de mosquito, es bueno. Sharn Galar estará satisfecho con
nosotros hoy. ¡Y vosotros, perros! Levantaos de ahí y mirad a
ver si convencéis a una de esas apestosas bestias de carga para
que lleve los cristales ante el Quemado. O os ocuparéis vosotros.
Mientras
sus lacayos se levantaban de un salto y iban corriendo a buscar un
caballo, Grarrark le quitó la gema a Grisga, enviándole a buscar
algo con lo que cerrar el barril de nuevo de una patada en el culo.
Después coloco el rubí con mimo junto a los demás, envolviéndolo
de nuevo en la paja que los protegía de posibles golpes. Su clan ya
había terminado de repartirse el resto de la carga, y tras algunos
gritos por su parte, se pusieron todos en marcha hacia la Cumbre
Partida.
Dejaron
donde estaban los cadáveres y los carromatos, para que sirvieran de
advertencia a los humanos. Aquel era territorio de los Crogorh
Cigrath ahora. Todo el que pasara por él tendría que pagar tributo
a la Bandera Ensangrentada.
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Tras
la partida de los góblins, la calma volvió a posarse sobre el
camino, como un ave que ve como se aleja el peligro. El sonido del
viento volvió a tomar protagonismo, mientras los arbustos, el pelo y
la ropa de los muertos se balanceaban al compás.
Un
pequeño ratón de campo se encaramó en una de las ruedas rotas, que
sobresalía torcida. Desde su nueva atalaya contempló la escena, los
cuerpos amontonados y despojados de su equipo, los caballos muertos,
los contenedores usados para transportar mercancía tirados en el
suelo y todo lo demás como si supiera lo que había pasado allí. No
solo eso, sino que parecía ver algo más allí. Un propósito.
Cuando
hubo visto lo que quería, el ratoncito saltó y se alejó volando,
convertido en un gorrión, hacia el este.